Imagino
que el tópico de uno o varios personajes que encuentran una puerta –sea esta o
no una con dicha forma o alguna otra, tales como armarios, cuadros, libros,
etc. – que da a un mundo mágico está bastante visto ya. Sin embargo, me inclino
a pensar que algunas historias, como la mía en este caso, piden tener esa
estricta división entre realidad e imaginación.
Es
necesario, a veces, establecer esa declaración de independencia de un mundo
frente a otro. Un mundo real, sobrio, crudo y falto de esencia; y otro mágico,
místico, donde el personaje encuentra las herramientas para evolucionar.
Me
parece especialmente relevante, sobre todo en historias infantiles o juveniles,
mostrar al lector que en la imaginación tiene los útiles necesarios para
establecer una evolución sana, quizá no física, pero psicológica, de espíritu
que dirían.
Enseñar
que, en la dosis correcta, la fantasía nos da el punto de niñez necesario para
ser buenos adultos. No por mucho madrugar, amanece más temprano. O, por
contextualizar, no por antes hacer de adulto, ante habremos de madurar. Eso es
algo que tengo más que comprobado, aunque no es este el momento de escribir una
crónica social sobre la pérdida temprana de la infancia en las generaciones
jóvenes.
Tan
solo quiero concluir citando al filósofo italoargentino José Ingenieros, que
decía, “La imaginación y la experiencia van de la mano. Solas no andan”
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